"Acaso una sombra" de Laureana D´ambrosio Insúa. Mención categoría cuento breve

Acaso una sombra


Las sentencias de la memoria son, en principio, determinantes. A veces me ocurre, ya con la edad, que se me confunden los nombres de mis nietas con los de mis hijas; o me olvido de las fechas de algunas vacaciones; o se me olvida algún ingrediente de las recetas heredadas por mi abuela. Y, así como algunas cuerdas se desajustan o se cortan, existen las que - y cada vez más - se tensan firmes. Y es que ahora que estoy vieja y muriendo, de pronto vienen unos recuerdos muy vívidos de quienes fueran mis alumnos: nombres, apellidos, rostros; camadas de parientes, de familias enteras. En los designios egoístas de la mente, y en su afán por aprisonar ciertos momentos y por liberarse de otros, ahora hay momentos de esa vida que vuelven con más fuerza que antes. Casi me reconozco, con cierta pesadumbre, en esos intentos desesperados de los viejos frutales por llegar con algo a cada estación, mientras el tronco se va secando. Por mi parte ando tranquila, pero como Rosalio ya partió hace unos años y me quedé sola en la casa, la familia se preocupa. A mis hijas les digo que se dejen de jorobar, tanto andar encima de una; a veces salgo de gusto, solamente para hacerlas renegar. 

El caso es que me fui hasta el almacén hace unas pocas tardes, a comprar alguna que otra cosita que me andaba faltando, y ya sabía que me iba a tardar un rato. A mí nunca me falta gente para conversar, y siempre que voy son muy cordiales conmigo; la dueña fue alumna mía y la hija más grande, también. Buenas chicas, ambas. 

  • ¿Cómo anda, señorita Anselma? - recuerdo que me recibió la más grande de las dos, la madre, desde el mostrador.

  • Bien, querida, gracias a Dios ando bien - le devuelvo la cortesía - ¿Cómo andan las chicas? - le pregunté mientras seguía camino y me abría paso entre las góndolas, porque son esas preguntas que una hace sin esperar respuesta. Si pasara algo, una ya sabe, y no se anda preguntando.

Para la fila de la parte de carnicería tenía a cuatro personas adelante, que me dejaron pasar amablemente. Silvio, marido de la dueña y carnicero, estaba en plena conversación con Felicia, otra que fue alumna mía. Buena chica, muy atenta. 

Felicia me saludó mientras el joven me hacía el cortecito de carne que le pedí; alcancé a escuchar que uno se había muerto, justo cuando me atendieron.

  • ¡¿Cómo anda, señorita?! - me preguntó ella, fuerte y claro.

  • Bien, querida, gracias a Dios. ¿Vos, cómo andás?

  • Bien, por suerte. Pero le contaba a Silvio la mala nueva: se murió don Natalio, pobre.

Traté de recordar a la primera, de nombre, pero no me salió.

  • ¿Natalio?

  • Sí, seño, don Natalio, ¿se acuerda? Natalio Colapus, el hijo de Doña Teresa. - y viendo que no me daba cuenta - El papá de Dolores, de Justina, de los chicos Colapus... Dolores iba conmigo a la escuela - me dijo, y algo quiso asomar en mis recuerdos.

Felicita se me acercó, como quien va a contar un secreto, y me dijo bajito, medio mirando de reojo para cerciorarse de que nadie escuchara:

  • El marido de Lavanda… Lavanda Sperare. 

Y ahí me acordé, de Lavanda y de las chicas de Lavanda, alumnas mías. Preciosas esas chicas.

Lavanda era criada en la casa de la estancia; en la casa grande, la principal. Era criada porque el marido era mozo en las caballerizas y hacía las veces de jinete para la doma además de algunas faenas de campo, y toda la familia se mudó a la estancia. Vivieron quince años ahí, hasta el suceso. Nadie lo cuenta demasiado porque son cosas que, si uno entiende, es mejor no andar diciendo.

Lavanda era muy jovencita cuando se casó con Natalio; era tan jovencita que no llegaba a los diecinueve, dicen. Natalio andaba ya por los treinta, si mal no recuerdo. El escrutinio con el que recordamos a las personas es infame: la primera vez que estuve lo suficientemente cerca de Natalio, algún domingo en la misa, le vi las marcas de las manos y el rostro curtido; esas que se ven en los semblantes de quienes han pasado muchas horas expuestos al sol picante y al frío cojudo, por largas temporadas. Por esta zona y por aquellos años, más que ahora, así eran la mayoría de los jóvenes y adultos.

Natalio andaba más por el pueblo, los fines de semana sobre todo, si no había alguna demostración para los visitantes del campo, o algún viaje con el patrón. A Lavanda, en cambio, no se la veía nunca; yo no recuerdo haberla visto, y no conocí a nadie que supiera algo de ella. Ni las hijas sabían demasiado, o no querían contar. Lo cierto es que no andaba nunca, y era muy raro que saliera de la estancia. Con el pasar de los años, su existencia pasó a ser casi una superstición.

Hacía la comida de la casa grande, además de la comida en su propia casa, y cuidaba a la madre del patrón, Doña Elvira, una señora que podría haber sido mi propia tía o madre, de vieja que era. Lavanda le daba de comer, la ayudaba a andar, le limpiaba la inmundicia si se hacía. De lo único que renegaba la señora con ella, se comentaba, era de que no supiera leer, porque le habría encantado escucharla recitar algún poema de Homero Manzi. Lavanda no había ido a la escuela, y por eso no sabía leer. Eso lo supe por sus chicas, que aprendieron a leer conmigo y decían que en su casa no podían ayudarlas con la tarea porque su papá llegaba cansado de trabajar y su mamá no sabía.

Supe, también por comentario del pueblo, que la familia de Lavanda era del norte del país, una familia muy pobre, que vivía en medio de la miseria y tenía cantidades de hijos. Que Natalio la conoció en una exhibición ecuestre en la que participó el patrón, allá en el norte, y que se la trajo para el pueblo y la casaron con él. Una chica preciosa, decían, y les creo porque las dos nenas que tuve de alumnas eran bonitas como Natalio no era. Con la piel oscura y los pómulos marcados, se comentaba, y unos ojos negros como los de los azabaches, medio rasgados, como si viviera con la mirada descansada. Que tenía un pelo largo, oscuro y denso, y que lo llevaba trenzado casi siempre, sobre todo si tenía que hacer la huerta, o darle de comer a los chanchos y a las gallinas. Eso decían, los que habían pasado por la estancia alguna vez y la habían conocido.

De los hechos que llevaron al suceso, también sabíamos; nunca hubo un acuerdo en el pueblo sobre eso, pero se comentaban cosas. Particularmente, recuerdo una vez que las dos nenas llegaron a la escuela en el carro de la casa grande, cosa rara porque siempre andaban a caballo o de a pie, y cuando les pregunté, la más chica me dijo: 

  • Papá llegó de mal humor y mamá nos mandó con Doña Elvira. A veces nos manda para allá y nos quedamos a dormir. Doña Elvira nos da arroz con leche y azúcar y nos regala ropa y me deja ponerme sus collares.

Como Doña Elvira le había enseñado bien, un rato antes de las seis Lavanda se levantaba a prender el fuego en la estancia; había que prenderlo en el comedor y en la sala de estar, para que calentara los espacios antes de que se levantaran el patrón y la patrona. Preparaba el desayuno para el matrimonio, para los hijos y para Doña Elvira, e iba habitación por habitación sirviéndoles y prendiendo los hogares. Hacía unos quesos bárbaros, de eso sí que me acuerdo bien porque Doña Elvira una vez, cuando todavía andaba por el pueblo y podía caminar, me había contado que la chica le preparaba las tostadas con queso más ricas, y que tanto el queso como el pan los hacía ella. El patrón le pedía queso para todo el año, y nunca faltaba.

Y recuerdo esa vez, cuando Cecilio Viatore - que hacía recados de jovencito - fue a llevarles un encargo del almacén a la casa de la estancia y jura y rejura que la vio y que debía ser ella, Lavanda, porque estaba con Doña Elvira y era de lo más linda, aunque en esa oportunidad tenía la mitad de la cara como si se hubiera chocado una morera. Eso es lo que dijo Cecilio, váyase a saber.


Cuestión que, pasados los años, Natalio rondaba los cincuenta, y había tareas que ya no podía hacer. Sí hacía algunas faenas, y enseñaba a nuevos peones cómo trabajar en las caballerizas, pero ya no montaba. Todavía acompañaba al patrón en sus viajes, por la experiencia y porque era de confianza para el cuidado de los bichos. Lo bueno fue que, pese a la reducción de tareas, el patrón no le bajó el sueldo; le dijo que le iba a pagar lo mismo contando, desde ese momento, el trabajo de Lavanda. No eran grandes fortunas, porque se conocía que desde la estancia le daban la casa, la luz, y los medios para cultivar y criar su comida, pero sí era un dinero que venía bien para comprar los útiles de la escuela de los chicos, el tabaco para armar y algún vino como gusto de fin de semana. Y a medida que Natalio se fue quedando más adentro, Lavanda pasaba más tiempo afuera.

Ella se había convertido en una mujer fuerte y constante, contaban. Todavía cuidaba a Doña Elvira quien, para sorpresa de todos, no se quería morir. Seguía haciendo las tareas de la casa, como hacía años, y  las comidas, lavando la ropa, cuidando la huerta y alimentando a los animales de la granja. Además, se encargaba de hacer la leña y de sacrificar algunos bichos chicos para cocinar. Si faltaba gente para el tambo, también la mandaban.

Ahora recuerdo cuando Isabelo Maguste le dijo a su esposa que una de las veces que fue para ayudar con una doma, se escucharon unos gritos que parecían emerger desde el suelo mismo de la estancia, que la tierra parecía vibrar; unos gritos que eran como el relincho desesperado de un cimarrón aprisionado. Isabelo dijo que, al rato de que se hiciera el silencio, apareció Natalio; y eso es lo que él dice que escuchó.

Lo cierto es que por esos días, los días del suceso, el patrón se había ido a un evento y Nataliolo acompañaba. Creo que fue la única vez que me pareció verla; si acaso, tal vez su sombra. Yo llegaba al almacén para las compras y justo antes de entrar me pareció ver una figura angélica subirse al carro de la estancia, el de Doña Elvira. Casi que me lo invento: como un segundo fugáz de pelo negro trenzado, falda larga color caqui, blusa y alpargatas blancas. Se desvaneció en el interior del carro, y casi que también me invento que sentada, esperando, estaba Doña Elvira. 

El día antes de que volviera el patrón, el mismo carro tomó el tramo de camino que sale para el acceso a la ruta. Salió muy temprano y volvió pasando el mediodía; las nenas, que ya pasaban los catorce años, estaban en clases cuando se fue, y almorzando en el comedor de la escuela cuando volvió. Dicen que al otro día, cuando Natalio regresó, se encontró con la casa vacía. Que salió disparado para la estancia y ahí estaban las nenas, jugando en la sala de estar en compañía de los hijos del patrón. Que preguntó por Lavanda y nadie supo responderle en dónde estaba, porque nadie la había visto salir y otros no la conocían.

Lo que sí sé, es que salieron a buscarla por todo el ancho de hectáreas, por todos los rincones hasta los límites de los alambres. Natalio se vino hasta el pueblo a preguntar por ella, como un loco la buscó por todas partes, pero para su desgracia cualquier descripción era inútil porque, en verdad, nadie la había visto antes como para poder reconocerla.

En fin, las nenas tardaron un poco en entender, y a los varones no sé si les hizo mucho ruido, porque ellos vivían en otra casa de la estancia, con otra gente, por un tema de espacio. Se armó el revuelo porque dicen que Natalio acusó a Doña Elvira de habérsela llevado y que la vieja, así de vieja y todo, casi se para de la silla sólo para quedarle a la altura de los ojos y tirarle alguna maldición. Que el patrón no sabía qué hacer con Natalio y con la parva de hijos que tenía porque la que le servía por ese entonces, en verdad, era Lavanda.

El hombre vivió cuatro o cinco años más en la estancia, y cuando ya no pudo trabajar, el patrón le ayudó a comprar una casita en el pueblo para que pudiera retirarse tranquilo; como los hijos ya estaban en edad de ponerse con tareas más pesadas, se quedaron en el campo, y le pasaban unos pesitos cada mes para ayudarlo. Las nenas se quedaron con él hasta que tuvieron edad; después se fueron, dicen que a buscar trabajo y a estudiar a la ciudad, por recomendación de Doña Elvira, a la que visitaron hasta que se marcharon. Durante esos años el pueblo fue muy solidario con ellos, con Natalio y con las nenas, porque habrase visto la dificultad de, solo como estaba, criar dos hijas mujeres, sin ser muy ducho para las cosas de la casa, sin saber cómo hablarles de ciertas cosas.  Pobre don Natalio, decían, pobres esas chicas, abandonarlas así.

Al velorio de Natalio fue medio pueblo, me dijo Felicia, entre  vecinos y compañeros de trabajo y amigos, y los hijos con sus familias. Que fue medio pueblo y, que entre el pésame y los rezos y los comentarios propios de esas ocasiones, se sentía una especie de expectativa nerviosa cada vez que se abría la puerta de la sala velatoria. Como si no pudiera evitarse, me dijo Felicia, el voltearse a mirar. El acto penoso me recordó un poco a mí misma, pienso ahora, que mucho se me olvida. Me hizo pensar en estos últimos esfuerzos inútiles por recuperar momentos pasados y dudosos, que poco me pertenecen ya; mis instantes remotos son inasibles, no existe un retorno sobre mis pasos, ni puedo ser exacta con mis recuerdos, ni buscar en ellos redención. Ni siquiera puedo demostrar que este último tirón que se desgrana, y que esta que parece haber sido mi vida ha, realmente, existido. 


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