"La Potranca" de Florencia Mendizábal

 LA POTRANCA

 

El ritual era tan maravilloso que no puedo dejar de describirlo. Aún, cuando nunca va a reflejar los momentos que vivimos ese verano. Ella llegaba en una moto Zanella, algo incómoda por culpa de su pollera corta. Detrás de la tranquera, veíamos surgir su cuerpo voluptuoso. Lento y algo agobiada por los kilómetros de tierra recorridos desde la ruta, caminaba hasta el potrero. La llamaba con sonidos inexplicables y tiernos, y dos hectáreas más lejos empezaba la magia: la potranca caminaba sin pausa, pronunciando las pisadas y relinchos. La miraba y también jugaba a hacerse la distraída. Al llegar al alambre, se encontraban en un abrazo tosco con su mentora. Ella, entonces, rodeaba su cuello con la cuerda de una carterita de cuero o un morral y, colmándola de mimos, le daba un baño con la manguera. El animal cambiaba los tonos de su pelaje y exhibía su disfrute y cosquilleo. La conexión entre esos dos seres era apabullante. Nosotros, personas quizás más materiales y superfluas, desde el borde del tanque australiano, cargados de sol y cerveza, las mirábamos extasiados. La historia del humano y el caballo, tantos siglos de trabajo, guerra y sacrificios mutuos, parecían descomponerse en esa ternura infinita que estas almas se profesaban. Terminada la ducha, unos panes crujientes premiaban a la yegua, que respondía con corcoveos y besos a su amiga. A veces daban una vuelta a pelo, con pollerita corta y cartera incluida. El ritual terminaba al poco rato y no era mucho más eso.

A veces, con los cuarenta grados pampeanos, en esas tardes de deliberaciones filosóficas que permite el tiempo abolido del campo, nos preguntábamos si era para ella un esfuerzo sostener ese vínculo amoroso con la potranca. Sin embargo, el alma tiene razones que la razón no imagina, o algo así dice una frase hecha— muy bien hecha por cierto—. Quizá los recuerdos de esa pieza siniestra, de la que escapó una noche dejando todas sus pertenencias y llevando a tiro a su única amiga, sean una razón. O quizá todavía existen seres que le dedican un pequeño rato de su día, en forma ritual y metódica, a hacer algo que no tiene ningún rédito o explicación: dar amor.


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