"Más allá de los girasoles" de Maria de los Angeles Mochetti

Más allá de los girasoles

Rosario nació en el campo a mediados del siglo XX. Se salvó de ser “un montoncito de tierra sobresaliendo en algún lugar del  llano”, como solía ocurrir en esos tiempos después de los nacimientos. Eso había oído comentar a sus padres y ella asociaba esto,  al hecho de que ellos no habían tenido más hijos. Por alguna extraña razón, no se hablaba del tema y ella ocultaba  su deseo de tener hermanos.

Ellos eran los encargados de las tareas rurales en la estancia bonaerense de los Morales, desde hacía bastante tiempo. A ella le hubiera gustado mucho estudiar en la ciudad pero ese parecía ser un privilegio de los varones. Sin embargo, aprendió desde pequeña las tareas propias de las mujeres: a cocinar, a prender  el fuego con leña,  usar el horno de barro,  hacer dulces con frutos de la huerta  y amasar pan. Aprendió a cuidar de los animales de la granja y a veces, también de su madre que tenía algunos problemas de salud. Aprendió a cebar mates y a andar a caballo Por suerte, también aprendió a leer, cosa que le gustaba mucho. La maestra de primaria siempre le había traído hermosos libros que ella supo disfrutar a la hora de la siesta, bajo la sombra de los árboles. Cuando no había libros, leía todo aquello que caía en sus manos, diarios, revistas,  publicidades. . . 

El campo siempre había sido su mundo. De cara al sol y al viento, bajo todos los cielos posibles y variados  tonos de verde.  Amó las noches de festejos, en que podía deleitarse con  las guitarras, el baile junto a los peones o el acordeón de Don Pedro, vecino del campo más cercano.

La voz de Hipólito, uno de los que solía cantar, la tenía enamorada. El era hijo de un matrimonio amigo de los patrones y venía  de vez en cuando a la estancia. Cuando lo hacía, el corazón de Rosario brincaba de una alegría difícil de describir pero que perduraba en ella por varios días. Si bien conocía al joven desde que ambos eran pequeños, fue al llegar a la adolescencia que este sentimiento se acentúo mas y mas. Era como si todas las mariposas se posaran en su cuerpo, como si girara asida del molino y el agua fresca del tanque se desbordara y la cubriera estremeciéndola.  Nunca olvidaría el día que él la sorprendió en el corral. Tenía puesto el delantal de cocina y lo usaba a modo de recipiente,  para ir guardando  los huevos de gallina que con sumo cuidado recogía. Cuando él entró gritando su nombre, del susto y de los nervios soltó los extremos de la tela, dejando caer todo el hueverío.  Se puso roja de la vergüenza y mucho más nerviosa, cuando él se acercó para consolarla. Ese día marcó una diferencia en su vida y nunca logró olvidarlo.  

Lo que siempre le gustó fue recoger los frutos de la huerta.  Todo allí olía a esperanza. Cada fruto que colocaba  en la cesta de mimbre era como una promesa cumplida de la naturaleza.  Sentía que esta nunca la defraudaba  y agradecía el disfrute de las fragancias que los limones  y los duraznos ofrecían, esparciéndose hasta  las galerías.   


Al morir su madre, supo que todo cambiaría para ella, que tendría la responsabilidad de mucho más trabajo y de un modo más comprometido .Tendría que aprender a domar su  tristeza y acompañar la de su padre. Tenía dieciocho años y el campo parecía seguir siendo su destino.


Cierto día,  al regresar a caballo del campo de Don Pedro, logró escuchar  una conversación de su padre con el patrón, mientras ataba el animal a un árbol. Así fue como se enteró que planeaban casarla con alguien. Creyó que iba a desmayarse de la indignación. ¿Cómo era posible que su padre tramara algo semejante?  Sabía que a muchas les había ocurrido pero nunca imaginó que ella correría esa suerte. ¡No iba a permitirlo! Esta vez no sería sumisa.

 -¡Tu calla! – Solían decirle siempre  por ser mujer. Y la mandaban a la cocina, como si las mujeres no tuvieran derecho a opinar, a pensar, a expresar sus sentimientos. Estaba decidida a que esta vez no fuese así.- ¡Claro que no!

Decidió aguardar y ver cómo se iban dando las cosas, de qué modo su padre accionaría; así que no mencionó  nada de lo que había escuchado. ¿Y quién diablos era  ese hombre con el que querían casarla?. . . 

El horizonte pronto se tiñó de rojo y la sacó de sus pensamientos. Los trigales a lo lejos, parecían saludarla; entre los frondosos paraísos, los grillos comenzaban a ensayar su sinfonía nocturna.

Las acuarelas del cielo le recordaron a su madre  y una lágrima se deslizó por la bombilla del mate que sostenía cerca de su boca.

-Hoy los patrones recibirán visitas y quieren que como siempre, nos ocupemos de la cena y todos los preparativos.- dijo su padre al llegar, sacándola de sus pensamientos. -¿Has oído Rosario?

-Si padre, me ocuparé.

-Pues apresúrate; no queda mucho tiempo.

-¿Y quiénes son los que vendrán?

- No me dijeron pero creo que  Hipólito  y sus padres serán de la partida.

El escuchar su nombre la llenó de energías. Se esmeró como nunca en preparar el menú y disponer la mesa en el amplio comedor, ya que esta vez no usarían la matera. Colocó un  centro con flores y velas  y repasó las copas, una por una, con un paño con alcohol. Mientras tanto pensaba cuándo le hablaría su padre de los planes de casamiento que tenía para con ella. Fantaseó con la idea de que el hombre elegido fuese Hipólito pero inmediatamente se dijo:- No sueñes Rosario,  él es hombre de ciudad y jamás se fijaría en una humilde muchacha de campo. Aún así, se puso su mejor vestido  y peinó su ondeada cabellera del color de los girasoles, sujetando hacia atrás algunos mechones,  con una peineta con florcitas.

Ella servía la comida a los invitados y él no dejaba de mirarla. Más tarde le dedicó  una canción y un tiempo después, sin que nadie lo advirtiera, la tomó de la mano disimuladamente y la llevó más allá del molino. La abrazó, le regaló caricias y la besó apasionadamente. Luego le hizo el amor bajo el estrellado cielo,  oyendo  el croar de las ranas. Ella lo dejó. Simplemente lo dejó.


Un nuevo día despertó al campo y una rara brisa se coló entre los paraísos.  Don Morales  y “su Hipólito” fueron los primeros en llegar al desayuno. Se sentía nerviosa,  con algo de vergüenza y evitaba mirarlo. 

  • Decime Hipólito, ¿cómo es que no viniste con tu novia? Me han dicho que pronto van a casarse.- preguntó el patrón mientras untaba una tostada con dulce de naranja casero.

En ese mismo instante se le detuvo el corazón y se le cayeron las tazas de las manos.

Esa pregunta pareció detener el tiempo y el resto del  día  fue como una autómata. Lloró  alimentando a los animales de la granja. Lloró en la huerta recogiendo  verduras. Lloró mientras amasaba el pan y lloró por varios días su tristeza.


Cuando creyó ya no tener más lágrimas que derramar, un nuevo dolor llegó a la  vida de Remedios:   la  impensada e imprevista muerte de su padre.

Los días que siguieron fueron para ella muy difíciles y determinantes. Cuando el patrón le dijo que si quería quedarse en la estancia, tendría que considerar casarse con el hijo de un militar, un tal  Domingo, recientemente viudo,  que tenía una hija “adoptada”;  alguien que podía hacerse cargo de las tareas de la estancia en lugar de su padre, ella lo escuchó con el corazón a galope enloquecido. No supo cómo,  pero no se quedó callada como tantas otras veces y sintió que le crecían alas impulsadas por un coraje que desconocía y  que le hicieron decir:- Lo siento señor, pero no voy a casarme con un desconocido y con alguien a quien no amo.

  • ¡Pues déjate de romanticismo, muchacha! Eres joven, te has quedado sola, vas a necesitar mucha ayuda si decides quedarte trabajando en la estancia. Aquí hace falta un hombre fuerte, decidido, con carácter para manejar a la peonada. Alguien capaz de estar al frente de todo.

Ella lo miró y exclamó: - Con su permiso, señor.

 Y se alejó de allí deseando un lugar donde remendar su corazón.

-Me enseñaron a coser. -  Pensó con ironía.


Pasado unos días,  en los que pareció que el señor Morales había asumido que ella no se casaría, le anunció la venida  de los nuevos encargados de la estancia. Llegarían al atardecer. Le ofreció la posibilidad de quedarse como cocinera, dado que lo hacía muy bien. El sueldo no sería como el de los hombres, ya se sabía que el salario de las mujeres era menor, pero le alcanzaría para seguir viviendo.

Cuando el cielo se tiñó de mil colores de rojo, la camioneta de los nuevos encargados se estacionó en la entrada principal. Rosario veía todo desde la ventana del gran living. Sus ojos no podían creer la escena que se desarrollaba ante su asombro: Un hombre bajaba de la camioneta y el patrón le extendía cordialmente la mano.  - ¡Oh Dios! ¡Pero si es Hipólito!

Ella sintió que se le aflojaban las piernas y ya no la sostenían. Antes de salir de allí rumbo a su habitación, alcanzó a ver a una bella joven de largos cabellos oscuros, con sombrero y pañuelo al cuello. Seguramente era su reciente esposa.

Se tiró en la cama y lloró las lágrimas que creyó ya no tenía, hasta quedarse dormida. Despertó de madrugada. Le extrañó que nadie la hubiera reclamado para la cena y pensó que había sido mejor así.

Un repentino impulso la sacó de la cama. Buscó un bolso que tenía por allí  y guardó en él sus pocas pertenencias. Colocó también algunos libros  y se aseguró de no olvidar los ejemplares del diario “La Aljaba”,  *que le habían regalado alguna vez. Recordaba  siempre  las ideas que ese  periódico divulgaba y que cada tanto releía. Hablaba de las mujeres que supieron evitar el silencio y conseguir un lugar por derecho propio. - ¡Cuídalos mucho! Valen oro.  - le habían dicho.

Se persignó ante el crucifijo que estaba en la pared y sin que nadie la viera se fue de allí, del lugar que había sido todo su mundo; decidida a no volver. El gallo cantó más tarde y el campo despertó bajo un cielo tan nublado, que parecía comprender.


No sé decirles si la buscaron  lo suficiente o si lamentaron su ausencia.

 Muchos dicen haberla visto en San Antonio de Areco,  un  tradicional pueblo de la provincia de Buenos Aires, vagando por el camino Ricardo Guiraldes.  Hay quienes aseguran que en las noches nubladas, su llanto se oye en todas las estancias, campos y zonas cercanas al Puente Viejo. Dicen que cuando eso sucede, suele desbordarse el río. Cuentan que cuando la luna llena reina en las alturas,  las mujeres enamoradas del pueblo, reciben  la propuesta de casamiento del hombre de sus sueños y  para todos,   la cosecha es abundante. Eso dicen. . . 


(*La Aljaba fue un periódico que difundió las cuestiones que les tocaba de cerca a la comunidad femenina.  Se publicó en 1830 hasta 1831,  durante el primer gobierno de Rosas. Dedicaba especial atención a la educación de la mujer y el lema era: “Nos libraremos de la injusticia de los hombres cuando no existamos entre ellos” Su fundadora, la primer periodista  nacionalizada argentina,  Petrona  Rosende  de Sierra, decía que para que el hogar sea un pilar de virtud y patriotismo, la mujer tenía que educarse no solo en lo doméstico, sino en todo lo relativo a la vida pública, los avances de la ciencia y las humanidades.)


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