"Pastos Conocidos" de Inés Terza. 1° premio categoría cuento breve
Pastos conocidos
Te asomás a la puerta. En un acto idéntico, el sol forma una línea rosa sobre los pastos conocidos. Llovió tanto, que el barro lustra los costados de la casa blanqueada con cal. El llanto débil te hace dar vuelta, acomodar la manta que lo arropa, poner la pava para el mate. Ya no es la casa que solías conocer. Demasiada agua bajo el puente como para lograr acomodarse a esta nueva realidad.
Genaro. Lo llamaste en la semipenumbra de la pulpería. Con una mano en el vaso y la otra en la botella, levantó la mirada. Dio un trago y, secándose la boca con una manga, se acercó a la puerta. No se veían desde que habías entrado a trabajar en la estancia. Cada tanto te mandaban a comprar algo, y ese era el único contacto que tenías con tu vida anterior. Mirá quien apareció, suspiró ¿necesitás algo? No te salió decirle que lo extrañabas, que comías mejor y estabas engordando, que eso atenuaba los maltratos de la cocinera y del patrón, que dormías alerta. Él no había aceptado tu decisión de postularte a ese trabajo; no lo creía necesario ni imprescindible. De alguna manera iban a poder vivir juntos, sin necesidad de que andes todo el día de rodillas. La última vez que se habían visto, en la misma pulpería, abrazando su atado de ropa, le habías confirmado que te habían contratado. Ser maestra era una ilusión que había durado poco: debías terminar de estudiar, mudarte al pueblo vecino para formarte por unos años; el hambre apremiaba. Quería saber cómo andabas, hace tanto que no nos vemos. Miró la botella que había traído desde la mesa, y te alejaste sin volver a mirarlo.
Caminar se complicaba, las alpargatas se pegaban a la tierra lisa y brillante como imanes, y cada paso costaba el doble. Tu padre, borracho la mayor parte del tiempo, no las dejaba llevarse ninguno de los caballos, que podía resbalarse en el barro y lastimarse. El aire limpio, después de la tormenta, era un alivio para los pies, que transpiraban por el esfuerzo. Vos y tu hermana Isabel se las arreglaban cada día para llegar hasta la escuela en las afueras del pueblo.
Apenas supiste que había un puesto vacante en una de las estancias más prósperas de la zona, te acercaste tímida. La casa ocre, de dos pisos, se alzaba en el medio de la llanura, donde un camino de piedras llevaba a un portón principal, que la conectaba con el camino de tierra. Golpeaste las manos y una señora de cabellos blancos, que se asomó a la ventana, asintió con la cabeza al verte. Te tomaron enseguida, como ayudante de cocina, mucama, lo que haga falta. Dormirías en un catre al lado de la cocina, junto a las escobas, plumeros y conservas. El personal estaba compuesto por una cocinera, dos mucamas y un muchacho, Elías, con el que tuviste afinidad desde un principio. Se encargaba del jardín y del gallinero, cada vez que el patrón venía desde Buenos Aires, era el encargado de comunicarle las novedades domésticas. Su madre, Doña Carmen, vivía de manera regular en la estancia, era la única persona a la que debían servir.
Unos días después, tu hermana apareció con la noticia de que tu padre estaba muerto. Nadie lo veía hace días. Pediste permiso para acompañarla y acomodar las pocas pertenencias que tenía. Vaciaron la casa y un vecino las ayudó a enterrarlo. Ya veremos qué hacer. No te pareció raro que tu hermana y su marido no quisieran mudarse. Alejada de todo, venida a menos, la propiedad no abría sus brazos a nadie. Podría ser usurpada en cualquier momento, lo que resolvería el asunto para ambas. Cerraron la puerta de madera con alambre y se alejaron en silencio.
Abrió la puerta del auto, y lo primero que viste fueron los pantalones: azules, vibrantes, entallados. Miraba a través de los lentes de sol, la cabeza erguida, inspeccionando sin interés. La casa está regia, fue lo primero que le escuchaste decir. Almorzaron la carneada del día bajo los árboles, los invitados formando pequeños grupos que reían fuerte y bebían sin parar. Con tu mejor camisa, los atendías mientras tratabas de aguantar las náuseas. Después los verías desde la ventana de la cocina, alejándose despacio hacia el monte, la mano de él sobre su cintura. Ella se reía echando la cabeza hacia atrás, esbelta y elegante. Esa noche, mientras lavabas los platos, supiste que la mujer de los pantalones se llamaba Elena, que el patrón la había conocido en París, y que se casarían entrado el otoño. Corriste al baño tapándote la boca con el repasador, chocándote las sillas, mientras Elías te miraba con preocupación.
Diste a luz con ayuda de la cocinera. Doña Carmen, si se enteró, no dijo ni una palabra, pero Elías te avisó que te daba permiso para hacer reposo hasta que pudieras moverte con normalidad.
Acá con el nene no te podés quedar. Bajaste la cabeza alisándote el delantal, las manos ajadas, la garganta cerrada. Es que no tengo con quien dejarlo, Elías, vos me tenés que entender. Ya sé, te dijo, poniéndote una mano en el hombro. Pero son órdenes del patrón. Se alejó mientras te recordaba entrando a la cocina, acomodándote rápido la pollera, las alpargatas enganchadas solo en la punta, el flequillo ralo sobre la frente, las trenzas casi deshechas. Él saldría por la puerta que daba al gallinero o por la misma que vos, unos instantes después. Seguramente no era la primera vez que pasaba. No importaba, nadie podía decir nada, a ninguno de los dos, pero tenías que aguantar las miradas inquisidoras de la cocinera y la otra mucama. Agarró un trapo y salió caminando lento por el pasillo, antes de que lo vieras.
Dejaste la estancia el día antes del casamiento del patrón. Mientras comenzaba a tronar, Elías se despidió en el portón prometiendo verte pronto. Abrazándolos, aseguró que, de saber de algún trabajo, te avisaría lo más rápido posible. Tu hijo, que ya tenía tres meses, dormía imperturbable en tus brazos. Emprendiste el regreso por el mismo camino por el cual habías llegado meses antes.
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