"Pinceladas de buena gente" de Ana María Fanelli

 Pinceladas de Buena Gente

Eduardo hoy presentará  su novia, sobre el blanco de las columnas el rosado de los malvones anuncian el mes de noviembre. El tamaño de los ladrillos parece agigantarse a medida que avanzan.

Victoria es una distinguida señorita de la ciudad, la acompañan sus padres. Lucen elegantes acordes al lugar. La estancia no está lejos de la capital, al casco lo rodea un gran parque que solo parece terminar cuando la entrada del sol pinta el horizonte de rojo.

Se conocieron hace ya algún tiempo, el debía ser veterinario su papá así lo indico; Eduardo amaba el campo, ejercer su profesión  le permitiría quedarse allí para siempre.

Ella al igual que su mamá seria profesora de piano. Solo por no contradecir, anhelaba la libertad, la tierra, el sol, la lluvia; al ser la esposa de Eduardo cumpliría su sueño.

Don Carlos y Doña Mercedes eran muy queridos y respetados por sus empleados, vecinos y la gente del pueblo.

Margarita y su hijo Leandro ocupaban el puesto más cercano a la casa principal, el muchacho quedo en lugar de su papá, ella servía a los patrones.  

Los niños habían crecido juntos, Eduardo y sus hermanas Inés y Josefina compartían con Leandro juegos y travesuras.

Por su estudio, el señor Eduardo pasaba poco tiempo en el campo, así que Leandro era quien acompañaba en todo a Don Carlos.

Las mujeres de la casa vivían dentro de ella, los domingos la familia concurría a misa; los viajes al pueblo solo eran para recorrer tiendas, mercerías….

Cortes de encaje, terciopelos, puntillas y alguna que otra madeja de lana, era los que contenían los  grandes paquetes que Margarita ayudaba a acarrear. 

Las tres tejían, bordaban, los bastidores lucían sus hilos de seda, mientras que algún colorido ovillo de lana rodaba por la sala…

Margarita le servía el té, admirando siempre esas labores que copiaban de importantes revistas, sobre todo moda Europea que combinaban con modernos sombreros. 

Leandro estaba acostumbrado a que su mamá le cosiera toda su ropa, por los tanto la lucia con todo gusto. La señora Mercedes le había regalado una máquina de coser; Las niñas la querían mucho, ella les daba los gustos que podía, respetando siempre a su patrona.

Victoria sigue frecuentando la casa, la reciben con cariño, pero a ella no le alcanza. Sigue a Doña Margarita, hurguetea  sus ollas y prueba todos sus dulces… mira por la ventana, no podía perderse ese hermoso atardecer. 


Inés y Josefina no estaban acostumbradas a recorrer el parque, menos a esa hora, Victoria las invitó y Doña Mercedes dijo que sí. Las tres jovencitas caminan sigilosamente, la música las guió hasta la puerta de la matera. Los hombres aplauden, Eduardo pide su milonga preferida, Leandro hace escuchar su voz,… nadie puede detener a las muchachas, están en medio del salón, al verlas el mozo entona un romántico  estilo dedicado a la mujer; Victoria lo agradece mientras Eduardo las invita a retirarse.

Doña Mercedes era una señora distinguida, obedecía  a Don Carlos pero sus ideas eran firmes y a solas con él, se tocaban todos los temas que tuviesen que ver con la vida de ambos. 

La Señorita Inés de mirada azul cielo solía discutir con su papá (se parecían mucho). A la joven le gustaba todo lo que se le prohibía a una señorita de la sociedad.  

Sí  había logrado poder a andar a caballo. Leandro le preparaba el mejor, solía acompañarla cuando Don Carlos se lo ordenaba, no confiaba mucho en su hija. Según él ninguna extensión le alcanzaba.  

La Señorita Josefina en cambio siempre pareció feliz, adoraba recorrer la sala, admirando los valiosos cuadros. Sentarse en esos enormes sillones de maderas oscuras tallados a mano, y bordar su ajuar para algún futuro viaje. Donde quizás en la cubierta de algún barco encontrara su príncipe azul.

Poco a poco Victoria fue conociendo a cada una de ellas y comprendiendo como seria su vida allí.

El tiempo no se detuvo.

Eduardo recibió su titulo y junto con él la sorpresa que Leandro y su mama se alejarían de la estancia; el escritorio fue el testigo de la conversación. Hasta los libros de la gran biblioteca, a través de sus letras querían rogarles que no se vayan; el  muchacho explico que no podía esperar más para hacerse cargo de lo que heredo de su padrino; debían mudarse al puesto, ya que era el nuevo dueño de la casa con algunas hectáreas de lo que ahora en adelante vivirían. 

Con una gran despedida llena de lágrimas de emoción, Margarita y Leandro se fueron por el camino sin volver la vista. 

Las tareas no eran preocupación para ellos. Ser dueños les dio la fuerza suficiente…cada cosa pasó a tener su lugar en la sencilla casa de paredes recién blanqueadas se luciría todo lo mudado allí, como siempre la gorra clara de Don Juan seguiría en la vieja percha, antes de colgarla Leandro la hizo girar varias veces entre sus dedos mientras le prometía cuidar siempre a su mamá.

Margarita había sufrido mucho al quedar huérfana, la cocinera de la estancia se hizo cargo de ella, criándola como a una hija. Allí formó su propia familia y siguió sirviendo a sus patrones, aprendiendo  todo los que una mujer debía saber para llevar un hogar adelante. Juan, su marido, siempre estuvo orgullosa de ella.

Leandro no paró de trabajar, las tareas cada vez eran más, necesitaba ayuda, pero no podía darse el lujo de tener empleado; todo sería distinto si Don Juan viviera. Su mamá lo observaba callada. Él estaba triste, no quería ver más los ojos humedecidos  de su hijo, y se juró a si misma hacer algo para verlo feliz. 

El duro trabajo compartido, cada vez los unió más.

Después de algunos meses, las cosas parecían no cambiar. Hasta que un atardecer, Leandro tomó su guitarra y comenzó a entonar aquel viejo estilo de amor, su perro comenzó a ladrar, haciéndole fiesta.  Frente a él una señorita muy elegante le estaba sonriendo, Margarita agarra la valija mientras le hace un guiño.

Los jóvenes se abrazaron y Victoria no se fue nunca más.

Esa noche no pararon de hablar, Leandro le pidió perdón por ser  cobarde y no luchar por ese amor que había nacido entre ellos, Victoria les contó que todo había sido aclarado y nunca renunciaría a una vida junto a él.

Nada sería fácil, ella era valiente e iba a lograrlo. De la mano de Doña Margarita olvido por completo el piano, aprendió todo lo que ella sabia y mucho mas. Montando su caballo preferido, ayudó a Leandro en yerras, vacunadas, apartes (también paseos) esquilaban, hilaban la lana, tejían, cuidaban las aves, la huerta, el jardín. La despensa  se colmaba de distintas conservas. 

Su hijo lucia impecable las prendas que ella misma le confeccionaba con aquella vieja máquina de coser.

Los cuatro pasaron a ser una gran familia, nunca dejo de lado a los suyos, pero su vida pertenecía a la tierra y a sus amores. Logró convertirse en una verdadera mujer de campo, cumplió su sueño.

El esfuerzo le permitió ser  una de las familias acomodadas de la zona.

Ella jamás perdió su elegancia. Hoy después de treinta y cinco años y con su cintura bien marcada, vuelve a pisar esos grandes ladrillos. Acompañada de su familia, Santiago su hijo ya recibido de ingeniero agrónomo va a pedir la mano de Isabel que lo recibe con esa mirada azul cielo igual a la de su mamá. Orgullosa porque muy pronto será veterinaria como su tío Eduardo.

Los malvones están recostados, como descansando sobre las no tan blancas columnas. 

Fin 




 


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