"Puntos suspensivos" de Paula Dufaur

 PUNTOS SUSPENSIVOS


Su vida era una sucesión silenciosa de puntos suspensivos, abruptamente interrumpida de tanto en tanto por un cambio de párrafo, como una de esas sequías que deja a la única vaca seca o  un granizo que le suma otro agujero a las tres chapas.

Don Silvano vivía a mitad de camino del cerro aunque había otros baqueanos más pobres que él, que rancheaban más arriba tocando el cielo. Esos sí que no tenían ni abecedario. Hasta ahí, sólo llegaban las cabras y los muertos. Más abajo, al pie del cerro, estaba el puesto Moreyra con “Y” griega, como se hacían llamar para sonar más como colonizadores que como “latinos” colonizados. Por vivir en el plano eran más agrandados y se creían habitantes de casco urbano por estar a pocos kilómetros del pueblo. Los Moreyra sí que tenían abecedario completo y la mayoría de los signos de puntuación. 

El rancho de Don Silvano tenía el piso de tierra tan pisado y tan barrido, que parecía cemento alisado. Un típico mono ambiente de soltero pero de pobre. Apenas una cortina descolorida separaba el calentador y el catre de Silvano, del colchón donde dormía la Cándida con su gurí. Su señora – y que Dios bien la guarde – había partido hacía rato dando un cambio de párrafo a la historia de este baqueano, de ésos que dejan al lector sin aire y con miedo,  y a Silvano solo como perro malo y con cría al pie. 


La cuestión es que la Cándida creció y de tanto subir al cerro y llevar las cabras al monte, empezó a ponerse gorda hasta que le nació el chiquillo que berreaba desde hacía dos noches con sus días. Tanto, que Don Silvano se asustó. Pero como nunca se hacía preguntas y su vida se sucedía como los puntos sucesivos que les conté, tuvo la suerte de cruzarse por el monte con los gurises Moreyra y  contarles lo del berreo y las dos noches. Y así, con contarlo nomás, supuso que se iba a pasar, porque por esos parajes, pastoreo y mandarina eran lo más parecido a Pasteur y penicilina, para nuestro amigo Silvano y su falta de signos de interrogación.

Porque a él, no le alcanzaba ni para hacer preguntas.

Y entonces tuvo la suerte, que el gurí más grande del rancho acomodado del bajo, le contó a la mayor de los siete, que a su vez le contó a su madre lo que le andaba pasando a la Cándida en su rancho. Fue entonces cuando lo mandaron al gurí menor a lo del Silvano para que le preguntara si le habían tomado la temperatura al chico. Y el pobre hombre, que nunca se hacía preguntas,  le pareció raro lo de andar tomándose las gotas de sudor del crío después de sus chuchos de frío. Sin preguntarse nada, le dijo que no. Y el chico Moreyra le dijo entonces, que bajara a buscar un aparato que su madre había traído del pueblo para acomodar la salud.

Presuroso a su modo, buscó en el chaperío del fondo donde tenía atado al burro, alguna bolsa grande y resistente para subir el aparato de vuelta al cerro. Después quiso ensillarlo, pero como apenas respiraba de flaco,  le dio pena y susto desbarrancarse cerro abajo con un burro sarnoso y debilucho, y entonces lo dejó atado a la única planta pegada al rancho.

Así desanduvo el camino hacia el plano, con sus patas anchas como raqueta de madera con cuero trenzado, como las que se usaban antes cuando morirse de frío por la montaña no era deporte. Arrastraba una bolsa grande de arpillera, con olor a gallina muerta y bosta de cabra. 

Era lo único grande y cabedor que encontró en su paupérrima existencia, para meter ese aparato que habían conseguido los privilegiados, que vivían cruzando la avenida Libertador. Y así, pateando polvo y puntos suspensivos, llegó al Puesto Moreyra levantando su bolsa grande de arpillera en alto, para que los gurises lo ayudaran a embolsar y cargar al hombro el aparato que venía de lo ciudad.


“Don Silvano! Don Silvano!...aquí tiene su TERMÓMETRO!”


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