"Tan parecidas, tan diferentes" de Nelson Garrido

 Tan parecidas, tan diferentes


Nina acercó una silla al fogón y me la señaló.

—Vení, Lucio. Arrimate, debes de haber tomado frío. 

      Menuda, delgada, pero de manos fuertes, a Nina le brotaban chispitas en los ojos cuando hablaba.Tenía gracia.

     — Mirá, Chela, le queda bien. Y vos, que querías regalar todo lo de papá, ¿no ves? Al final alguien lo aprovechó. 

La hermana mayor murmuró algo inaudible, y salió de la cocina. Chela era más robusta que Nina, de mirada profunda, reflexiva, parecía estar siempre concentrada.

La camisa tenía olor a viejo, como el saco de lana, y el pantalón me quedaba un poco corto. Tuve un recuerdo vago y lejano del dueño de esa ropa. Cuando era chico iba con mi padre al boliche y los dos conversaban mientras yo exploraba el patio y más allá del alambrado.

—Gracias. Les estoy causando mucha molestia. 

—¿Molestia? Pero no, por favor. Acá pasa gente todo el día, pero visitas no tenemos casi nunca. ¿Los sobrinos? Irene nomás, pero solo en las vacaciones, y lo que es tu amigo Julián, desde diciembre que no aparece. Pasó a saludar, visita de médico. Casi que no se acuerda de las tías. Y vos, ¿lo ves?

Iba a contestar y una puntada en la frente me trajo las imágenes del accidente. El camino perdido detrás de la lluvia como un telón gris, incierto. La camioneta patinó sin remedio y terminó contra un algarrobo. Media legua a pie bajo la lluvia para llegar, al boliche de las tías, así le decía mi amigo Julián. Allí por lo menos podría avisar por radio.

       —No es grande, pero sangró un poco, ¿no? —me dijo Chela mirando la herida.

 Con gesto serio encendió una vela frente a una pequeña imagen de la Virgen. Me miró de reojo, y en silencio buscó la pava y la puso al fuego. 

      —Hace tiempo que usted no venía. Suerte que le pasó aquí cerquita —me dijo antes de salir de la cocina, sin darme tiempo para responderle. 

      Estaba cansado, los golpes del choque me dolían. Ellas entraban y salían, me hablaban y en un momento me costaba distinguirlas, de tan parecidas. La voz aguda y a veces chillona de Nina resonaba en el corredor, cuando Chela le respondía solo me llegaba un murmullo grave.            

      El calor del fogón me estaba adormeciendo cuando otra entrada de Nina a la cocina me sobresaltó.        

 —Esta Chela. Siempre con la Virgen y los santos —dijo mirándo el pequeño altar improvisado —. Tomá, te va a hacer bien —me sirvó un whisky —¿Le ponés hielo?

—Sí, por favor.

—Disculpame —me alcanzó el vaso volvió a salir.

Todo ese movimiento parecía irreal. En un momento pensé que irían a atender el negocio, pero ya habían cerrado. Chela preparaba la comida, pero Nina, cada tanto, le hacía comentarios en voz baja. En un momento me pareció que discutían y me sentí incómodo. 

      —Ya está lista. ¡A la mesa! —dijo Nina.

Chela salió de la cocina con un plato tapado con otro. 

     Durante la cena me hicieron muchas preguntas y también me contaron algunas cosas de su vida allí, en ese paraje. Casi siempre Nina era la que hablaba. Chela solo hacía algún comentario, generalmente crítico.

     Un par de veces Chela se levantó de la mesa. En una de esas veces volvió con los dos platos que había llevado. 

      —¿Tienen alguien que les ayude? En el negocio o con el campo —pregunté. Sabía que tenían animales y una pequeña chacra.

     —Con el campo nos ayuda Salvador, un muchacho de acá, de Los Talas, vive cerca. Con el boliche nos arreglamos solas desde que murió papá. Hace como treinta años.

     —Treinta y dos —corrigió Chela.

     A la mañana siguiente la lluvia seguía, el arroyo se había desbordado, y me resigné a la imposibilidad de salir de allí. La herida tiraba y ardía un poco, pero la cabeza casi no me dolía. 

     —Vení, Lucio —Nina me hizo señas de que la siga por el pasillo.

Entramos a una habitación, donde había una pequeña biblioteca contra una pared. También había un escritorio con varios libros. Se notaba que eran viejos, los lomos gastados.

     —La mayoría eran de papá, mamá no leía mucho. Revistas sí leía, mirá —señaló una mesita con pilas de revistas amarillentas: El Hogar, Atlántida, Caras y Caretas. Se las regalaba la mujer de Sáenz, las traía de Buenos Aires, y cuando se volvían se las dejaba a mamá. Con Chela nos peleábamos para leerlas.

     —También hay algunos libros nuevos. A mí me gustan las novelas.

     —¿Las novelas de amor?

     —No. Esas no. Las policiales. Me encantan. Chela lee más de historia y bueno, de religión, bastante también. Elegí el que quieras, Lucio. Me parece que con este tiempo tenés para un par de días, así que te van a venir bien. Podés leer aquí o donde más te guste.

    —Desde chicas nos gustó leer. Mamá nos quería mandar a hacer el secundario, pupilas al Colegio de Hermanas, pero papá no quiso. Lástima. Yo hubiera querido ser maestra, Chela no sé. Profesora de historia, capaz, ¡o monja! Ja, ja. ¿Te imaginás?

    —Gracias, Nina. Me voy a quedar leyendo algo acá, así no las molesto tanto. 

Hizo el gesto de negar con la cabeza, sonrió y salió de la habitación. 

Me entretuve mirando los libros, había ediciones de bolsillo de varios clásicos y algunos libros de historia. Elegí uno y me senté en el escritorio. 

    Me estaba adormeciendo cuando el balido de un cordero me despertó. Cuando se repitió me sonó raro. Le eché la culpa al viento, pero se oía más cercano. Fui hasta la cocina a preparar el mate y me encontré con una chica con un bebé muy chiquito en brazos. Nos miramos sorprendidos. Me saludó con timidez, la vista fija en el bebé que no paraba de llorar. Era una niña, no más de quince años, flaca, morena, de mirada triste. Cuando el bebé se calmó lo dejó en una cuna en un rincón. Fue hasta la mesa y empezó a cortar cebollas y zanahorias en trozos pequeños que iba poniendo en una olla

—No te esfuerces, nena —le dijo Nina cuando volvió—. Mejor sentate un rato.

La chica dejó lo que estaba haciendo y se sentó junto a la cuna. Interrogué a Nina con la mirada. Cruzó el dedo índice sobre sus labios y me hizo una seña para que la siga. 

       —Pobre chica. El padre, un puestero de por acá, la echó de la casa, con una panza así —juntó las manos más allá de su abdomen —. No tenía a dónde ir. Tuvo el hijo aquí, hace una semana. Llamamos a doña Dora, la comadre, todos los chicos de por acá nacen con ella. 

      —¿Y quién es el padre? Del bebé, digo.

      —No quiere decir. Casi no habla. No pudimos averiguar nada. Por acá nadie, nadie dice nada. Nadie sabe. Eso dicen, pero seguro que deben saber, alguien lo debe saber. Algún muchacho del campo ha de ser. 

      —¿Y qué van a hacer? 

      —Y qué querés que hagamos. Por ahora cuidarla. Nosotras no tuvimos hijos, pero algo sabemos, de viejas que somos. Je, je. Lo mandamos a buscar al padre, pero no quiere saber nada. La chica no tiene madre, murió hace unos años. Solo el padre y tres hermanitos más chicos.

A la mañana siguiente había escampado. El sol le arrancaba brillo a las hojas que goteaban. Conseguí el tractor de un vecino para que me sacara hasta la ruta. Allí me buscaría un remolque.

—Ya sabe llegar, ¿no? Claro que sabe, lo que pasa es que hace tanto tiempo. La próxima vez espero que no sea por accidente —me sorprendió la calidez de Chela al despedirme. 

—Tengo que volver para devolverles la ropa de su finado padre.

—Se la puede quedar. Si es por mí, regalaba todo al día siguiente de que murió, pero Nina…

Entre el lento traqueteo y los barquinazos en el camino embarrado pensaba en las las hermanas. La risa pronta de una, el empaque de la otra, el parecido de las dos. Durante la cena me contaron varias historias de su padre, de cuando llegó allí,muy joven, de mi padre, que había sido cliente. Pero no me podía quitar de la cabeza a la chica con el bebé. 

Muchas veces volví. Cada vez recordábamos cuando llegué a pie bajo la lluvia, con la frente sangrando. Las saludaba, y Nina, sin preguntar, aprontaba los vasos y el hielo para el whisky. Chela, ponía cara de desaprobar, pero jamás dijo nada. 

—¿Y no tienen miedo, acá, dos mujeres solas? —les pregunté una vez.

      —¿Miedo de qué? Acá nos conocen todos. Lo peor que puede pasar es tener que lidiar con algún borracho, y son siempre los mismos. Al día siguiente, vienen frescos a pedir disculpas. 

Como habían pasado varios meses les pregunté por la chica y el bebé.

—¡Al final el padre del chico apareció! Pero, qué se le va a hacer —me dijo 

bajando la voz, confidente — parece que es un tiro al aire, dicen. Y para peor el padre de ella, un gaucho bruto, no quiere oír de la hija. 

—Nos habíamos encariñado con la criatura —agregó Chela, y se le dibujó un gesto de ternura inédito para mí. 

En cada visita me iba enterando de más cosas de sus vidas. Cuando les pregunté por qué no se habían casado, Chela, bajó la vista y así quedó por un buen rato. 

—Quién me iba a aguantar. No. Lo hubiera hecho muy infeliz —dijo Nina riéndose —. Imagínese. A mí me gustaba andar a caballo. Yo era flaquita, ¿sabe? Y corría cuadreras. Era buena, gané muchas carreras. Eso a los hombres no les gusta. Era muy pegada a mi papá. Lo ayudaba en el campo, y hasta hace pocos años todavía andaba a caballo. Apartaba hacienda, encerraba, esas cosas. 

 En ese momento la hermana mayor se levantó y arregló unas flores junto a la velita de la Virgen. Nina hizo un gesto con la cabeza y me miró, complice. Cuando quedamos solos me contó.

—La pobre se iba a casar, pero el novio se murió antes. Tisis —agregó bajando la voz —. ¡Era tan buen mozo! 

—Pero, usted, Nina, algún novio habrá tenido —le dije medio en broma, provocándola.

—Alguno tuve, pero esas cosas no se cuentan —sonrió, pícara.


                                                                         


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