CONCURSO LITERARIO EDICIÓN 2021 "LAS CAUTIVAS" PREMIO CUENTO BREVE
La sed
Autor: Francisco Alberto Barreiro
Premio para la categoría cuento breve
Despertar ya no le contiene los días. Despertar tampoco la aleja del
sueño, de aquellos en los que reverberaba empolvadas conversaciones. Despertar
no se diferencia del resto de los actos: una uña que se quiebra, engrosada por la
vida feral; el mascar, en ronda, de carne chamuscada; los hoyos para perecederas
vergüenzas. Despertar ya no es la consecuencia del hedor de crudas tripas
atravesando el toldo para alojarse en sus fosas escondidas bajo una nariz
blanquecina, portadora de perimidas pecas, que ahora el sol ha castigado hasta
volverla cobriza. Despertar ya no es un acto, sino una entidad viscosa, apenas una
imagen: la de una de sus crenchas atravesando el techo del toldo de cuero de
caballo.
Entra, como siempre, Quitripil. Después del cotidiano azote le muestra
recortes chamuscados, intraducibles, no tanto por el estado del papel, sino por sus
incautos recuerdos. Hace mucho que inventa, que finge confesiones adornadas
por sollozos. El gutural festejo de Quitrapil ya no la ensordece. Su cuerpo
encimado tampoco; a veces, incluso, lamenta la escasa dote del indio, que dice,
dentro de ella, cada vez menos.
Quitrapil sale. La toldería, calentada por el sol, empieza a oler. Ya le pidió
agua al indio; la espera, siente los labios cuarteados, insalubres. Al cabo de un
rato la bebe, de a sorbos breves, perfeccionados por la paciencia de la unánime
sed de los días. El indio de espaldas, sus magros hombros se elevan por la
respiración, mientras trabaja una faca.
Afuera, en el medio de las tolderías, cruje el fuego y sisea la carne. Más
allá, a cualquier costado, a cualquier barrido de la vista: la llanura infinita, virgen, agobiante. La sientan a un metro de la ronda. Al cabo de un rato, dentro de su
boca se conjugan pedazos pequeños de grasa y carne desgarrada.
Un nuevo malón sale; su engañosa cadencia lo vuelve interminable.
Cuando anochece, ya dentro de la toldería, el frio hurga en cada resquicio,
en cada escondite, haciendo inútil al diario sadismo del sol.
Algo la despierta. Percibe el monótono sopor, la crencha atravesando un
ojo, el techo de cuero y el hijo mayor de Quitrapli moviéndole el brazo. El joven es
tosco, ansioso, pero a su modo suave. Nunca accede a traerle agua antes de
tirarse encima de ella. Cuando concluye, se retira, con un apreciable cuidado, de
su interior.
El joven vuelve con malas noticias. Apenas un dedo de agua. La bebe, ya
sin fuerza para indignarse. Una vez la sed la desmayó, y ahora siente que pasará
lo mismo. Le pide la faca. El hijo de Quitrapil se niega. Ella grita, la sed, de todos
los modos posibles. El joven entiende. La saca de la toldería. Caminan hasta una
de las esquinas del campamento, donde están los animales. Tira la faca, que
dibuja una hendidura geométrica en el pasto fresco. El joven le hace entender que
él no lo hará: acaso por cinismo, acaso por alguna costumbre a la que ella no
accedió.
El corte es rudimentario, ingenuo, aunque la violencia de la sed lo
convierte rápidamente en profundo. El degüello chorrea, mientras ella, en cuclillas,
bebe. En algún lugar impreciso de su infancia lamió metal; y esto parece ser un
eslabón superior conectado con aquél. De todos modos, el líquido la reconforta, la
invade de lucidez. Pide volver. El joven parece no entender. La escruta, mientras
se limpia con el brazo la sangre en su boca.
Sentada arriba del indio, se mueve. Controla un ritmo que el goce vuelve
cada vez más desacompasado. Cuando terminan, el joven se apura, como si la
necesidad de recuperar distancia fuese imperiosa.
Antes de que el sol se retire, beben caldo, comen el menjunje de zapallo y
choclo. Más tarde, en algún impreciso momento de la madrugada, escucha el
quedo ronquido del joven a su lado.
Las noches pasan a ser incontables, acaso por la pampa, que parece ser
responsable de todo; sin embargo, cuando regresa Quitrapil con el malón,
adquieren finitud. El joven se apura a salir. El calor adentro es insoportable, pero
es preferible no salir, esperar, incluso dejar que esa somnolencia que entra por
todos de sus orificios la duerma definitivamente. Recién cuando el sol deja de
azotar el cuero del toldo y pasa a sólo ser residual, entra Quitrapil. Enérgico,
dinámico, casi operativo. Incluso la golpea menos que nunca, como si se tratara
sólo de un saludo, de un ritual, de una costumbre sin dispensa. La traducción de
los recortes ajados se extiende más de lo habitual. El indio la saca, tomándola del
brazo. Chifla. No tardan en venir sus dos subordinados. Le pide que le explique,
allí afuera, que se dirija a los otros indios. Todos entienden lo indispensable
acerca de la Zanja de Alsina. Festejan con alaridos intercalados de estertores
roncos.
Durante el resto del día los movimientos son sesgados, solapados. No se
trata de algo escondido, sino de algo nuevo a lo que ella aún no accedió. Al llegar
la noche la ve. La nueva cautiva, tan blanca e impoluta, parece un macabro reflejo
de ella. Ojos grises, rubicunda, vigorosa. Quitrapil pasa la noche con la joven.
Nada inesperado.
Pero por primera vez en varias noches el joven no ingresa a su toldería.
Los azotes menguan, la atención también. Se cansa de pedir agua, se
cansa de pedir comida. Ha tenido que pedir la faca y saciarse la sed varias veces,
hasta los indios se acostumbraron a que lo hiciera. Mientras tanto, padre e hijo se
turnan para pasar la noche con la nueva cautiva.
No tardan en juntarlas, acaso para que se retroalimenten, o para que ella
instruya a la blanquita de algo que no sabe muy bien qué es, pero que cualquiera
llamaría barbarie. Se digna a comunicarse, a pesar del desgano: lo único que
quiere es que deje de llorar, ya no soporta el ruido.
Como era esperable, la joven la mira con un semblante de complejidad, en
el que puede adivinarse que la considera más cercana a los indios que a ella. Sin
embargo, en cierto momento llega, lamentablemente, la verdad. La nueva
entiende el resultado que tiene frente a sus ojos, lo más cercano a poder leer su
futuro. Se desata nuevamente el llanto, ya no sólo ruidoso, sino colmado de furia.
Le pega, con la mano abierta, en el costado izquierdo de la cara. La abraza, le
tapa la boca y, como si nada generara más serenidad que la violencia, la nueva
cautiva recupera la puntualidad de una respiración casi relajante. Luego sale, pide
agua y comida para la joven.
Cinco noches pasan bajo el mismo toldo. La nueva ya tiene tajos en la
espalda y el pelo crespo. Una tarde solloza: desea un baño, no lo soporta más. Le
dice que lo más parecido es un arroyo casi extinto. Van juntas, vigiladas por un
indio. La joven se enjuaga sus partes, ella, en cambio evita mirar el agua; aquel
agua que cierta vez bebió arrebatadamente, y cuyos efectos duraron días enteros.
Esa noche las separan. El frio recrudece tanto que piensa en las
estaciones. Se abriga, como puede, con las pieles. Desde afuera llega el olor de la
hoguera de estiércol.
Al abandono de los posteriores días lo relaciona con el olvido, después
comprende, no sin cierta sorpresa, que acaso la consideran una más. El tiempo
para pensar se multiplica pareciéndose cada vez más al horror. Una noche, el hijo
de Quetrapil entra. Le trae una buena cantidad de agua. La bebe con fruición.
Recibe al joven mientras éste emite sonidos araucanos enrevesados. Al terminar
le toma la muñeca, el indio se desprende con brusquedad y sale. Ella repta hasta
una de las esquinas, levanta el cuero y ve al joven, o a la sombra del joven, detrás
de las llamas de la hoguera de estiércol, entrar en la toldería de la nueva cautiva.
No duerme. Cuando el fuego se extingue, también lo hace el humo.
Aparecen, entonces, los mosquitos.
Al amanecer sale. Todos duermen, salvo Quitrapil que faena, con minucia,
una liebre. Le niega el agua. Pide, cansada, la faca. El indio le hace entender que
no hay ovejas. Los ronquidos del joven, durmiendo junto a la cautiva, se camuflan
entre el canto de jilgueros y cotorras. Quitrapil le da la faca para que continúe la
faena. Prosigue el camino de las hendiduras atravesando músculos y grasa
mientras el indio, a lo lejos, en cuclillas y de espaldas, cava el primer hoyo del día.
Dentro de la toldería, lo primero que ve es el pecho del joven, moviéndose
al compás de su respiración. El ronquido ahora es calmo, imperturbable, ni
siquiera se detiene cuando el charco, posterior al degüello de la nueva cautiva, le
toca, tibiamente, la piel.
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