"El maniquí de La Bellaca" de Oscar Obdulio Lescano

 El maniquí de La Bellaca                                                                     

El hombre de traje gris y gorra con visera miró la hora en su reloj de bolsillo. Luego de unos segundos, la cadena de plata volvió a colgar del chaleco y el silbato en sus labios anunció que faltaba un minuto para la partida del tren. Los últimos pasajeros en el andén apuraron el paso con saludos cortos y besos rápidos. Desde su asiento, Azucena se estremeció con el pitido. Había nacido en Buenos Aires, era la cuarta de ocho hermanos. Sus abuelos eran sardos, pero debieron dejar Cerdeña y venir a la Argentina donde tenían familiares con trabajo. Ahora ella y José, su marido, dejaban todo para ir a vivir a Irineo Portela, un pequeño pueblo rural en el medio de la nada y a 150 kilómetros de su infancia.

Había nacido con el siglo y en medio de una nación nueva con una parte de la sociedad en efervescencia que empezaba a mirar torcido a los inmigrantes. Veinticinco años después, y arriba del ferrocarril Central del Norte que se movía lentamente, Azucena empezaba a mirar su futuro.

Su marido dormía a su lado, agotado de la carga de equipajes y mercaderías que llevaban para vender en el negocio. Amaba a José y quería con todo su amor acompañar el entusiasmo de su marido en ese proyecto, pero algo desde adentro la tiraba hacia la duda, a no ser ingenua y no creer que todo en la vida depende de entusiasmo, coraje y voluntad. No eran tampoco tiempos donde se ponían objeciones o trabas a decisiones de los varones, pero ella conservaba la prueba viva en la voz quebrada de sus abuelos cuando traían los recuerdos de su melancolía.

“Cerdeña, decían, tiene las rocas más bellas del Mediterráneo, más de quinientos millones de años bebiendo el sol”; luego llegaba el cuento que ella sabía pero no se cansaba nunca de escuchar, y era cuando el nono empezaba a contarle el misterio de las casas de las hadas: “que vienen de dos mil años antes de Cristo, en la época del bronce, y son pequeñas fosas excavadas en la piedra, algunas muy juntas que, según fueron contando los antiguos, eran habitadas por hadas y brujas”. Azucena creció con esos relatos y con el sueño de encontrar a un hada de Cerdeña que llevara de regreso a los abuelos al brillo de las piedras, a la sal de su mar, al balido de las cabras que dan la música a los quesos, al aceite que cuelga en sus olivos esperando la mano que lo acaricie, a su sol; sin embargo, la realidad siempre los depositaba en el viejo deseo de un quizás.

A medida que Buenos Aires iba quedando atrás, más pequeños se hacían los pueblitos con sus estaciones que aparecían a los costados de las vías, y con el paso de las horas sólo quedaban los nombres de Chenaut, Villa Lía y Santa Coloma, que eran las tres últimas paradas antes de llegar. Al verlas, el matrimonio comenzó a tener bocetos de cómo podría ser el destino que no conocían. Irineo Portela fue un médico cirujano que se destacó en la lucha contra la epidemia de escarlatina en 1836. También es recordado como excelente profesor y legislador. Nació en 1802 y murió en 1861. Cuarenta y ocho años después de su muerte, en 1909, y en honor a su nombre, en medio del campo, en el partido de Baradero y a la vera de un tren que llegaba hasta La Quiaca en Jujuy, Irineo Portela volvió en pueblo. Todo este bagaje de luchas y honores poco influyó para levantar el ánimo de Azucena cuando en 1924, pisó por primera vez el andén que no olvidaría jamás. Luego de que la máquina cargase el agua necesaria para las calderas y el personal de estación ayudara a bajar todo el equipaje de los dos únicos pasajeros que descendieron de la formación, el hombre de traje gris y gorra con visera miró su reloj de bolsillo, hizo sonar el silbato que indicaba el reinicio del viaje, y la recién casada sintió el mismo estremecimiento que cuatro horas antes.

El furgón de cola escapó a la mirada antes de que la línea de humo oscuro se perdiese en el horizonte. En ese momento, se dieron cuenta del tamaño de soledad que suele pastar en los campos. Esperaron por un carro que en tres viajes llevó todos los petates de los porteños. Una semana les llevó limpiar la casa que habían alquilado a un amigo de Buenos Aires que tenía parientes en Portela. Otra se fue en sacar yuyos, cardos, blanquear la galería y la letrina, que casi siempre se construía en el fondo del patio de la casa y al borde del alambrado que separaba la huerta y el gallinero. Dejaron para el final, una de las habitaciones que daba a la calle, la del ventanal ancho y alto que serviría de escenario adecuado a lo que se iba a exponer. Hasta que llegara ese momento, se lo cubrió desde adentro con un amplio cortinado que vedaba las miradas. El casi metro ochenta de Azucena y su gesto adusto cuando salía a realizar algunas pequeñas compras tampoco permitía a los lugareños saber, a través de ella, lo que se iba a brindar.

Los vecinos, que no eran muchos, se preguntaban que venían a vender los de Buenos Aires y, al mes de permanencia de los nuevos residentes, a los chismosos se les habían acabado las elucubraciones. Cuando alguien retomaba el interrogante, la respuesta que contenía a todos era “No se sabe, y vaya uno a saber con los porteños.” 

Hasta que una mañana se supo. El misterio que aparecía en mateadas o charlas de almohadas se corrió a un costado como el cortinado. La sorpresa de todos los porteleros fue aún más grande que la incertidumbre que se había creado ante ese ventanal. No hubo inauguración, no hizo falta, Azucena y José, detrás del pequeño mostrador de atención, vieron pasar ante su vidriera, a todos los vecinos de Portela y chacras aledañas, azorados frente a un espectáculo bello y distinto. 

Nunca se había visto una dama tan esbelta como ese maniquí, ni apreciado tan de cerca el finísimo vestido largo que llevaba. Nunca dama alguna que se conociese había lucido una capelina tan grande. Parecía que un inmenso pájaro blanco volaba bella y graciosamente sobre ella, hasta posarse sobre su cabeza. Nunca zapatos tan delicados y femeninos de una cabritilla del color del té con leche se pasearon por esas veredas. La caravana incesante de oteadores ante la vidriera –que subyugaba como el pecado y repelía como el pudor y la vergüenza- duró los meses que José, cansado de ir cambiando modelos, zapatos y capelinas cerró su negocio sin ventas ni preguntas. Un día, todo volvió al tiempo de siempre y las fantasías se echaron a dormir nuevamente tras el cortinado marrón.

Los porteños no se fueron de Portela, empezaron a deambular con su diaria por los Pagos de La Bellaca. José era maestro de profesión –aunque él quería hacer volar capelinas-. Enseñó en los campos y estancias, hasta que su asma le dijo que 1948 era el año para dejar de enseñar, y se murió sin vuelos y en medio de palotes.

Azucena guardó las dudas con que piso el andén y como era muy buena cocinera, hizo de ese arte su trabajo por la zona y en algunas estancias de irlandeses. Las tres hijas y el varón del matrimonio, nacidos entre sueños, fracasos y sacrificios fueron criados, cuidados y queridos por ambos. La grandota orgullosa de sus dos sangres, argentina y sarda,  murió en el año 83. Cocinó hasta sus últimos días, cuando un hada de Cerdeña se la llevó a la isla para que su abuelo la volviera a arropar con un cuento.

Hay una leyenda que va a cumplir cien años. Habla de una mujer esbelta y elegantemente vestida que cada tanto aparece sobre las viejas vías del Belgrano, volando hacia el norte, junto a unos pájaros blancos de alas tan anchas, como si fueran capelinas. Quizás, algunos de los cuatrocientos o quinientos actuales habitantes de la Portela de hoy, la hayan visto en algún atardecer, siguiendo el último furgón, después de un pitido que estremece.


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